miércoles, 30 de septiembre de 2009

mañana de embriaguez

¡Oh, Bien mío! ¡Oh Hermoso mío! ¡Charanga atroz en la que nunca pierdo el paso! ¡Caballete hechicero! ¡Hurra por la obra inaudita y por el cuerpo maravilloso, por vez primera! Empezó con las risas de los niños, en ellas terminará. Este veneno va a seguir en todas nuestras venas incluso cuando cambie el son de las charangas y seamos devueltos a la antigua inarmonía. ¡Oh ahora nosotros tan dignos de estas torturas! Recojamos fervientemente esa promesa sobrehumana hecha a nuestro cuerpo y a nuestra alma creados: ¡esta promesa, esta locura! ¡La elegancia, la ciencia, la violencia! Nos prometieron enterrar en la sombra el árbol del bien y del mal, deportar las honradeces tiránicas, a fin de que trajéramos nuestro purísimo amos. Empezó con algunas repugnancias y termina - incapaces de capturar al vuelo tal eternidad -, termina en desbandada de perfumes.
Risas de niños, discreción de los esclavos, austeridad de las vírgenes, horror a las figuras y a los objetos de aquí, sagrados seáis por el recuerdo de esta vigilia. Habiendo empezado con toda la zafiedad, he aquí que termina en ángeles de llamas y de hielos.
Pequeña vigilia de ebriedad, ¡santa!, aunque no fuera más que por la máscara con que nos has gratificado. ¡Nosotros te afirmamos, método! Nosotros no olvidamos que ayer glorificaste cada una de nuestras edades. Tenemos fe en el veneno. Sabemos dar la vida entera todos los días.
He aquí el tiempo de los Asesinos.

/Arthur Rimbaud/Iluminaciones/

martes, 29 de septiembre de 2009

vidas

I

¡Oh las enormes avenidas del país santo, las terrazas del templo! ¿Qué se ha hecho del brahmán que me explicó los Proverbios? ¡De entonces, de allá lejos, todavía veo incluso a las viejas! Me acuerdo de las horas de plata y sol hacia los ríos, la mano del campo sobre mi hombro, y nuestras caricias de pie en las llanuras de pimienta. - Un revuelo de palomos escarlatas truena alrededor de mi pensamiento. - Exiliado aquí, he tenido una escena donde representar las obras maestras dramáticas de todas las literaturas. Os señalaría las riquezas inauditas. Observo la historia de los tesoros que encontrasteis. ¡Veo la continuación! Mi sabiduría es tan desdeñada como el caos. ¿Qué es mi nada, ante el estupor que os espera?

II

Soy un inventor de muy distinto mérito que cuantos me precedieron; un músico incluso, que ha encontrado algo así como la clave del amor. Ahora, gentilhombre de una campiña áspera en el sobrio cielo, trato de emocionarme con el recuerdo de una infancia mendicante, del aprendizaje o de la llegada en zuecos, de las polémicas, de las cinco o seis viudeces, y de algunas nupcias en las que mi testarudez me impidió estar a tono con mis camaradas. No añoro mi antigua porción de alegría divina: el aire sobrio de esta áspera campiña alimenta muy activamente mi atroz escepticismo. Pero como en adelante ese escepticismo no puede ponerse en práctica, y como además me he entregado a una nueva turbación, - espero llegar a ser un loco muy malvado.

III

En un granero donde fui encerrado a los doce años conocí el mundo, ilustré la comedia humana. En una bodega aprendí la historia. En alguna fiesta nocturna en una ciudad del Norte encontré todas las mujeres de los antiguos pintores. En un viejo pasaje de París me enseñaron las ciencias clásicas. En una magnífica morada cercada por el Oriente entero, realicé mi inmensa obra y pasé mi ilustre retiro. He agitado mi sangre. Mi deber me ha sido condonado. Ni siquiera hay que seguir pensando en eso. Soy realmente de ultratumba, y basta de encargos.


/ArthuR RimbAud/Iluminaciones/

lunes, 28 de septiembre de 2009

¿Es camello la nube o el camello
es una nube, vaporosa gasa,
que a ras de tierra a paso lento pasa
dando al viento su cálido resuello?

Su flotante contorno, ¿es bruma o vello?
¿Celeste espuma su armazón o masa
de huesos, piel, carne mejida y grasa?
¿Puso el aire o la tierra aquí su sello?

Cuando el sol llega a su dorada puesta
sobre nube de piedras -la montaña-
me devano los sesos por si presta
tomo la sombra al cuerpo o nos engaña;
si es la vida el ensueño de una siesta
si la historia es leyenda o es patraña.

/Miguel de Unamuno/ De Fuerteventura a París/

domingo, 27 de septiembre de 2009

Tu cuerpo está a mi lado
fácil, dulce, callado.
Tu cabeza en mi pecho se arrepiente
con los ojos cerrados
y yo te miro y fumo
y acaricio tu pelo enamorado.
Esta mortal ternura con que callo
te está abrazando a ti mientras yo tengo
inmóviles mis brazos.
Miro mi cuerpo, el muslo
en que descansa tu cansancio,
tu blando seno oculto y apretado
y el bajo y suave respirar de tu vientre
sin mis labios.
Te digo a media voz
cosas que invento a cada rato
y me pongo de veras triste y solo
y te beso como si fueras tu retrato.
Tú, sin hablar, me miras
y te aprietas a mí y haces tu llanto
sin lágrimas, sin ojos, sin espanto.
Y yo vuelvo a fumar, mientras las cosas
se ponen a escuchar lo que no hablamos.

/Jaime Sabines/

sábado, 26 de septiembre de 2009

EL ALMA QUE SUFRIÓ DE SER SU CUERPO

Tú sufres de una glándula endocrínica, se ve,
o, quizá,
sufres de mí, de mi sagacidad escueta, tácita.
Tú padeces del diáfano antropoide, allá, cerca,
donde está la tiniebla tenebrosa.
Tú das vuelta al sol, agarrándote el alma,
extendiendo tus juanes corporales
y ajustándote el cuello; eso se ve.
Tú sabes lo que te duele,
lo que te salta al anca,
lo que baja por ti con soga al suelo.
Tú, pobre hombre, vives; no lo niegues,
si mueres; no lo niegues,
si mueres de tu edad ¡ay! y de tu época.
Y, aunque llores, bebes,
y, aunque sangres, alimentas a tu híbrido colmillo,
a tu vela tristona y a tus partes.
Tú sufres, tú padeces y tú vuelves a sufrir horriblemente,
desgraciado mono,
jovencito de Darwin,
alguacil que me atisbas, atrocísimo microbio.
Y tú lo sabes a tal punto,
que lo ignoras, soltándote a llorar.
Tú, luego, has nacido; eso
también se ve de lejos, infeliz y cállate,
y soportas la calle que te dio la suerte
y a tu ombligo interrogas: ¿dónde? ¿cómo?

Amigo mío, estás completamente, .
hasta el pelo, en el año treinta y ocho,
nicolás o santiago, tal o cual,
estés contigo o con tu aborto o conmigo
y cautivo en tu enorme libertad,
arrastrado por tu hércules autónomo...
Pero si tú calculas en tus dedos hasta dos,
es peor; no lo niegues, hermanito.

¿Que nó? ¿Que sí, pero que nó?
¡Pobre mono!... ¡Dame la pata!... No. La mano, he dicho.

¡Salud! ¡Y sufre!


/César Vallejo/Poemas Humanos/

viernes, 25 de septiembre de 2009

Viaje de los Reyes Magos

Fué frío el camino en la ida;
la peor temporada del año
para un viaje, y un viaje tan largo:
los caminos hundidos y un áspero tiempo,
el invierno muerto, baldío.
Y los camellos maltrechos, dolidos los pies, refractarios,
acostándose sobre la nieve, que ya se fundía.
Nostalgía, a veces, sentíamos
de los palacios del estío en el monte, con sus terrazas,
de las muchachas de seda trayendo un jarabe de frutas.
Y juraban, gruñían los hombres de los camellos,
y se escapaban, y echaban en falta su licor, sus mujeres;
y se apagaban las lumbres nocturnas, y nos faltaba cobijo;
y las ciudades nos eran hostiles, y poco afables las villas,
y eran sucias las aldehuelas, y altos los precios;
un duro tiempo tuvimos.
Al fin, preferimos viajar de noche,
a ratos durmiendo,
y al oído nos cantaban las voces: decían
que todo era locura.

Luego, al rayar el alba, llegamos a un valle templado,
húmedo, más allá de las nieves, que olía a vegetación, con un río
ágil, y un remolino girando en la noche,
y tres árboles en el cielo bajo;
y un viejo caballo blanco al galope, en el prado.
Después, llegamos a una taberna, con pámpanos en el dintel:
estaba abierta una puerta, y vimos seis manos jugando a los dados,
con monedas de plata,
y unos que daban con el pie en los pellejos vacíos.
Pero nadie supo informarnos y seguimos andando,
y por la noche llegamos, y en momento oportuno, no antes,
encontramos aquel lugar; acaso diréis que fue empresa cumplida.

Eso, recuerdo, ocurrió ya hace tiempo,
y lo haría otra vez; más fijaos,
fijaos en esto:
¿hacia dónde fuimos llevados:
a un Nacimiento o a una Muerte? Hubo un Nacer, ciertamente
y lo vimos, sin duda. Había visto nacimientos y muertes,
pero pensé que eran distintos; no fue aquel Nacimiento
dura, amarga agonía, como la Muerte, como muriendo nosotros.
Volvimos a nuestro hogar, a estos reinos,
pero ya sin sentirnos aquí sosegados, con las creencias antiguas,
y un pueblo extranjero, aferrado a sus dioses.
Grata me fuera otra muerte.

/Thomas Stearns Eliot/

jueves, 24 de septiembre de 2009

grossen Verbrechers

La fascinación admirativa que ejerce en el pueblo la "figura del "gran" delincuente" (die Gestalt des "grossen" Verbrechers) se explica así: no es alguien que ha cometido tal o cual crimen por quien se experimentaría una secreta admiración; es alguien que, al desafiar la ley, pone al desnudo la violencia del orden jurídico mismo. Se podría explicar de la misma manera la fascinación que ejerce en Francia un abogado como Jacques Vergès, que defiende las causas más difíciles, las más insostenibles a los ojos de la mayoría, practicando lo que llama la "estrategia de la ruptura", es decir, la discusión radical del orden establecido de la ley, de la autoridad judicial, y finalmente de la legítima autoridad del Estado que hace comparecer a sus clientes ante la ley. Autoridad judicial ante la que en suma el acusado comparece sin comparecer, ante la que no comparece más que para dar testimonio (sin dar testimonio) de su oposición a la ley que le reclama que comparezca. Mediante la voz de su abogado, el acusado aspira al derecho de discutir el orden del derecho, a veces la identificación de las víctimas. Pero, ¿qué orden del derecho? ¿El orden del derecho en general o este orden del derecho instituido y puesto en obra ("enforced") por la fuerza de este Estado? ¿O el orden en tanto se confunde con el Estado en general?

/Jacques Derrida/Fuerza de Ley. El "fundamento místico de la autoridad"/

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Guillermo Humble, conde de Dudley, y lady Dudley, acompañados por el teniente coronel Hesseltine, salieron en coche desde el pabellón del virrey después del almuerzo. En el carruaje siguiente iban la honorable señora Paget, la señorita Courcy y el Honorable Gerald Ward A. D.C. de asistente.

La cabalgata salió por la puerta inferior del Phoenix Park, saludada por obsequiosos policías y, pasando Kingsbridge, siguió a lo largo de los muelles del norte. El virrey fue saludado con muestras de simpatía en su recorrida por la metrópoli. En el puente Bloody el señor Tomás Kernan lo saludó en vano desde el otro lado del río. Entre los puentes Queen y Witworth, los carruajes de lord Dudley White, B.L., M.A. que se hallaba en el muelle Arran, frente a la casa de la señora M.E. White, prestamista, en la esquina de Arran Street West, acariciándose la nariz con su dedo índice, indeciso respecto a si llegaría más pronto a Phibsborough con un triple cambio de tranvías, tomando un taxi o a pie, a través de Smithfield, Constitution Hill y el terminal de Broadstone. En el pórtico del palacio de justicia, Richie Goulding, que llevaba la cartera de la Contabilidad de la firma Goulding, Collis y Ward, lo miró con sorpresa. Pasando el puente Richmond, en el umbral de la oficina de Reuben J. Dodd, procurador, agente de la Patriotic Insurance Company una mujer de cierta edad, a punto de entrar, cambió de idea y, volviendo sobre sus pasos hasta las vidrieras del King, sonrió crédulamente al representante de Su Majestad. Desde su compuerta el muelle Wood, bajo la oficina de Tom Devan, el río Poddle sacaba una legua de líquida agua de albañal a modo de homenaje. Por encima de la persiana del Hotel Ormond, bronce y oro, la cabeza de la señorita Kennedy al lado de la cabeza de la señorita Douce observaban y admiraban. En el muelle Ormond el señor Simón Dedalus, que dirigía sus pasos desde el mingitorio hacia la oficina del subcomisario, se quedó inmóvil en medio de la calle y saludó profundamente con el sombrero. Su excelencia devolvió graciosamente el saludo del señor Dedalus. Desde la esquina de Cahill el reverendo Hugh C. Amor, M.A., cuidadoso con los virreyes cuyas manos benignas habían distribuido antaño ricas colaciones, hizo una reverencia que no fue advertida. Lenehan y M´Coy, despidiéndose uno del otro en Crattan Bridge, vieron pasar lo carruajes: Gerty Mac Dowell, que pasaba por la oficina de Foget Greene y la gran imprenta roja de Dollard llevando las cartas en serie de Catesby a su padre, que estaba en cama, se dió cuenta por el carruaje de que eran el virrey y la virreina, porque el tranvía y el gran camión amarillo de muebles de Spring tuvieron que pararse frente a ella debido a que pasaba el virrey. Más allá de la casa de Lundy Foot, desde la sombreada puerta de la vinería de Kavanagh, Juan Wyse Nolan sonrió con invisible frialdad al virrey y gobernador general de Irlanda. El Muy Honorable Guillermo Humble, conde de Dudley, G.C.V.O., pasó los relojes de Micky en continuo tictac y los modelos de cera de frescas mejillas y elegantemente vestidos de la casa de Henry y James, los caballeros Henry, denier cri, James. Más allá, contra la puerta de Dame, Tomás Rochford, viendo los ojos de lady Dudley fijos en él, se sacó rápidamente los pulgares de los bolsillos de su chaleco clarete y se quitó la gorra saludándola. Una encantadora "soubrette", la gran Marie Kendall, con las mejillas pintarrajeadas y la pollera levantada, sonrió pintarrajeadamente desde su cartel a Guillermo Humble, conde Dudley, y al teniente coronel H.G. Hesseltine, y también al honorable Gerald Ward A.D.C. Desde la ventana del P.D.I., Buck Mulligan, alegremente y Haines, gravemente, miraban al equipaje vicerreal por encima de los hombros de los excitados clientes, cuya masa de formas oscurecía el tablero de ajedrez que miraba atentamente Juan Howard Parnell. En Fowne´s Street, Dilly Dedalus, forzando a su vista a levantarse de la primera cartilla de francés de Chardenal, vio franjas de sombras parejas y rayos de ruedas girando en el resplandor. Juan Enrique Menton, llenando el vano de la puerta del Commercial Building, miró fijamente con sus grandes ojos de ostra grandes de vino, sosteniendo sin mirarlo un gordo reloj de oro de cazador en su gorda mano izquierda que no lo sentía. Donde la pata delantera del caballo del rey Guillermo manoteaba el aire, la señora Breen tiró hacia atrás a su apresurado marido, sacándolo de la proximidad de los cascos de los delanteros. Le gritó al oído lo que ocurría. Él, comprendiendo, mudó sus libros al lado izquierdo del pecho y saludó al segundo carruaje. El honorable Gerald Ward S.D.C., gratamente sorprendido, se apresuró a contestar. En la esquina de Ponsonby un fatigado frasco blanco H. se detuvo y cuatro pomos blancos de altos sombreros se detuvieron detrás de él, E.L.Y.´S., mientras los delanteros pasaban cabriolando y luego los carruajes. Frente a la casa de música de Pigott, el señor Denis J. Miginni, profesor de baile, etc., vistosamente ataviado, transitaba gravemente, y un virrey pasó a su lado sin verlo.Por la pared del preboste vanía airosamente Blazes Boylan, marchando con sus zapatos castaños y sus calcetines a cuadros celestes al compás del estribillo: Mi chica es de Yorkshire.

Blazes Boylan replicó a las vinchas azul celeste y al digno porte de los delanteros con una corbata azul celeste, un sombrero pajizo de anchas alas en ángulo inclinado y un traje de sarga color índigo. Sus manos en los bolsillos de la chaqueta se olvidaron de saludar, pero ofreció a las tres damas la descarada admiración de sus ojos y la roja flor entre los labios. Al pasar por la calle Nassau, Su Excelencia llamó la atención de su saludadora consorte hacia el programa de música que se estaba ejecutando en College Park. Invisibles muchachitos insolentes de las montañas trompeteaban y tamborileaban detrás del cortége.

Pero aunque es una moza de fábrica
y no usa lindos trajes.
Baraabum.
Tengo sin embargo una especie de
gusto de Yorkshire por
mi pequeña rosa de Yorkshire.
Baraabum.

Del otro lado de la pered los competidores del handicap del cuarto de milla llano M.C. Green, H. Thrift, T.M. Patey, C. Scaife, J.B. Jeffs, G.N.Morphy, F. Stevenson, C. Adderly y W.C.Huggard empezaron la competencia. Pasando a grandes zancadas delante del hotel de Finn, Cashel Boyle O´Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell lanzó una mirada de su monóculo, la cual, pasando a través de los carruajes, fue a dar a la cabeza del señor E.M. Salomons en la ventana del viceconsulado austrohúngaro. Metido en la calle Leinster al lado de la puerta trasera del Trinity, un leal súbdito del rey, Hornblower, llevó la mano a su sombrero de palafrenero. Al cabriolar los lustrosos caballos por Merrion Square, el joven Aloysius Dignam, esperando, vio los saludos al caballero de galera, y levantó también su nueva gorra negra con los dedos engrasados por el papel de los bifes de cerdo. Su cuello también saltó. El virrey, en su camino hacia la inauguración de la kermesse Mirus pro colecta para el hospital Mercer, siguió con su escolta hacia Lower Mount Street. Pasó un joven ciego frente a la casa Broadbent. En Lower Mount Street un peatón con su impermeable castaño comiendo pan seco, cruzó rápidamente ileso, el camino del virrey. En el puente del Canal Real, desde la empalizada, el señor Eugenio Sttraton, haciendo una mueca sonriente con sus jetudos labios, daba sonriente la bienvenida a todos los recién llegados al municipio de Pembroke. En la esquina de Haddington Road dos mujeres enarenadas se detuvieron, paraguas y valija en que once cochinillas rodaban, para contemplar con asombro al alcalde y alcaldesa sin su cadena de oro. En las avenidas de Northumberland y Landsdowne, Su Excelencia registró escrupulosamente los saludos de los raros caminantes masculinos, el saludo de dos pequeños escolares en la puerta del jardín de la casa que se dice fue admirada por la extinta reina cuando visitó la capital irlandesa con su esposo, el príncipe consorte, en 1849, y el saludo de los robustos pantalones de Almidano Artifoni tragados por una puerta que se cerraba.


/James Joyce/Ulises/

martes, 22 de septiembre de 2009

contra la "divinizaciòn del éxito"

La divinizaciòn del éxito es algo quer se acomoda muy bien a la vulgaridad humana. Mas quien alguna vez ha estudiado con detalle un éxito, uno solo, sabe cuáles son los factores (tontería, maldad, pereza, etc.) que siempre han contribuído a él y que no son otra cosa que los factores más débiles. ¡Es una estupidez pretender que el éxito es más valioso que la hermosa posibilidad que inmediatamente antes de él existía todavía! Y es una blasfemia contra lo bueno y contra lo justo el ver en la historia la realización de lo bueno y de lo justo. Esa hermosa historia universal es, para decirlo con palabras de Heráclito, "un confuso montón de basura". Lo que tiene fuerza se impone, ésa es la ley general: ¡Ojalá no fuese eso con tanta frecuencia precisamente lo malo y lo malvado.

/Friedrich Nietzsche/

lunes, 21 de septiembre de 2009

Un hombre está mirando a una mujer,
está mirándola inmediatamente,
con su mal de tierra suntuosa
y la mira a dos manos
y la tumba a dos pechos
y la mueve a dos hombres.

Pregúntome entonces, oprimiéndome
la enorme, blanca, acérrima costilla:
Y este hombre
¿no tuvo a un niño por creciente padre?
¿ Y esta mujer, a un niño
por constructor de su evidente sexo?

Puesto que un niño veo ahora,
niño ciempiés, apasionado, enérgico;
veo que no le ven
sonarse entre los dos, colear, vestirse;
puesto que los acepto,
a ella en condición aumentativa,
a él en la flexión del heno rubio.

Y exclamo entonces, sin cesar ni uno
de vivir, sin volver ni uno
a temblar en la justa que venero:
¡Felicidad seguida
tardíamente del Padre,
del Hijo y de la Madre!
¡Instante redondo,
familiar, que ya nadie siente ni ama!
¡De qué deslumbramiento áfono, tinto,
se ejecuta el cantar de los cantares!
¡De qué tronco, el florido carpintero!
¡De qué perfecta axila, el frágil remo!
¡De qué casco, ambos cascos delanteros!

/cÉSAR vALLEJO/pOEMAS hUMANOS/

domingo, 20 de septiembre de 2009

Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.

/Roberto Juarroz/

sábado, 19 de septiembre de 2009

al volante...

Traducción de César Antonio de Molina

Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más puede haber en seguir sino no parar, proseguir?

Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa,
mas cuando llegue a Sintra me apenará no haberme quedado en Lisboa.
Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
siempre, siempre, siempre
esta desmedida angustia del espíritu por nada
en la carretera de Sintra o en la carretera del sueño o en la carretera de la vida...

Maleable a mis movimientos subconscientes del volante
galopa por debajo de mí conmigo el automóvil prestado.
Sonrío del símbolo al pensarlo, y al girar a la derecha.
¡Con cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo!
¡Cuántas cosas que me prestaron conduzco como mías!

A la izquierda la casucha -sí, casucha- al borde del camino.
A la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad,
es ahora una cosa en donde estoy encerrado,
que sólo puedo conducir si en ella estoy encerrado,
que sólo domino si me incluyo en ella y ella me incluye a mí.

A la izquierda, ya atrás, la casucha modesta, menos que modesta.
Allí la vida debe ser feliz, sólo porque no es la mía.
Si alguien me vio por la ventana soñará: ese sí que es feliz.
Para el niño que atisbaba detrás de los cristales de la ventana de arriba
tal vez yo haya quedado (con el automóvil prestado) como un sueño, como un hada real.
Para la muchacha que al oír el motor miró por la ventana de la cocina,
desde el piso de abajo,
tal vez yo fuese algo así como el principe que hay en todo corazón de muchacha,
y de reojo pegada al cristal me siguiese hasta la curva en que me perdí.

¿Dejo los sueños a mi espalda, o será el automóvil el que los deja?
¿Yo, conductor del automóvil, o el automóvil prestado que conduzco?

En la carretera de Sintra al luar, en la tristeza ante los campos y la noche,
mientras conduzco el Chevrolet prestado desconsoladamente
me pierdo en la carretera futura, me sumo en la distancia que alcanzo,
y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,
acelero...
Pero mi corazón quedó en el montón de piedras del que me desvié al verlo sin verlo,
junto a la puerta de la casucha,
mi corazón vacío,
mi corazón insatisfecho,
mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.

En la carretera de Sintra al filo de la medianoche, al luar, al volante,
en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí...


/Fernando Pessoa/

viernes, 18 de septiembre de 2009

LISBON REVISITED

Traducción de José Antonio Llardent


Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido...
Duermo inquieto, y vivo en el soñar inquieto
de quien duerme inquieto, a medias soñando.

Me cerraron todas las puertas abstractas y necesarias.
Corrieron cortinas ante todas las hipótesis que podría ver en la calle.
En el callejón que yo encontré no hay el número de puerta que me dieron.

Desperté a la misma vida que me había adormecido.
Hasta mis ejércitos soñados sufrieron derrota.
Hasta mis sueños se sintieron falsos al ser soñados.
Hasta la vida tan sólo deseada me harta -hasta esa vida...

Comprendo a intervalos inconexos;
escribo en los lapsos de cansancio;
y es tedio hasta del tedio lo que me arroja a la playa.
No sé qué destino o futuro compete a mi angustia sin timón;
no sé que islas del Sur imposible me aguardan, náufrago;
o qué palmares de literatura me darán un verso al menos.

No, no sé esto, ni otra cosa, ni cosa alguna...
Y en el fondo de mi espíritu, donde sueño lo que soñé,
En los campos últimos del alma, donde memoro sin causa
(y el pasado es una niebla natural de lágrimas falsas),
en los caminos y atajos de las florestas lejanas
donde supuse mi ser,
huyen desmantelados, últimos restos
de la ilusión final,
mis ejércitos soñados, derrotados sin haber sido,
mis cohortes por existir, despedazadas en Dios.

Otra vez vuelvo a verte,
ciudad de mi infancia pavorosamente perdida...
Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí...
¿Yo? Pero, ¿soy yo el mismo que aquí viví, y aquí volví,
y aquí volví a volver y volver,
y aquí de nuevo he vuelto a volver?
¿O todos los Yo que aquí estuve o estuvieron somos
una serie de cuentas-entes ensartadas en un hilo-memoria,
una serie de sueños de mí por alguien que está fuera de mí?

Otra vez vuelvo a verte
con el corazón más lejano, el alma menos mía.

Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo-
transeúnte inútil de ti y de mí,
extranjero aquí como en todas partes,
tan casual en la vida como en el alma,
fantasma errante por salones de recuerdos
con ruidos de ratas y de maderas que crujen
en el castillo maldito de tener que vivir...

Otra vez vuelvo a verte
sombra que pasa a través de sombras y brilla
un momento a una luz fúnebre desconocida
y entra en la noche cual estela de barco al perderse
en el agua que dejamos de oír...

Otra vez vuelvo a verte,
mas, ¡ay, a mí no vuelvo a verme!
Se rompió el espejo mágico en el que volvía a verme idéntico,
Y en cada fragmento fatídico veo sólo un pedazo de mí,
¡un pedazo de ti y de mí!...

/Fernando Pessoa/

jueves, 17 de septiembre de 2009

¿Y sabéis también qué es para mí “el mundo”? ¿He de mostrarlo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, invariablemente grande en cuanto a totalidad; una economía sin gastos ni pérdidas pero, asimismo, sin crecimiento, sin entradas; rodeado por la nada como por su límite; no es algo difuso, que se desperdicie, ni que se extienda infinitamente, sino en cuanto a fuerza determinada, colocado en un espacio determinado y no en un espacio que estuviese “vacío” en algún punto, antes bien, como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y “muchos”, acumulándose aquí y al mismo tiempo disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose a sí mismas, transformándose eternamente, regresando eternamente, con inmensos años de retorno, con un flujo y reflujo de sus formas que arrastra en su impulso de las más simples a las más complejas, de lo más quieto, rígido, frío, a lo más ardiente, indómito y auto-contradictorio, y, luego, una vez más, retornando de lo abundante a lo simple, del juego de las contradicciones al placer de la consonancia, afirmándose a sí mismo aún en esta igualdad de sus derroteros y de sus años, bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio --: este mi mundo dionisíaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse-- eternamente-a-si-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.-- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos sus enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder –- y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder -– y nada más!

/Friedrich Nietzsche/Fragmentos Póstumos/

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tánta vida y jamás!
¡Tántos años y siempre mis semanas!...
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi ser parado y en chaleco.

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París
y diciendo:
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo:
¡Tánta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tántos años y siempre, siempre, siempre!

Dije chaleco, dije
todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar.
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado
y está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.

Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años,
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!


/César Vallejo/ Poemas Humanos/

martes, 15 de septiembre de 2009

sonata y destrucciones

Después de mucho, después de vagas leguas,
confuso de dominios, incierto de territorios,
acompañado de pobres esperanzas
y compañías infieles y desconfiados sueños,
amo lo tenaz que aún sobrevive en mis ojos,
oigo en mi corazón mis pasos de jinete,
muerdo el fuego dormido y la sal arruinada,
y de noche, de atmósfera oscura y luto prófugo,
aquel que vela a la orilla de los campamentos,
el viajero armado de estériles resistencias,
detenido entre sombras que crecen y alas que tiemblan,
me siento ser, y mi brazo de piedra se defiende.

Hay entre ciencias de llanto un altar confuso,
y en mi sesión de atardeceres sin perfume,
en mis abandonados dormitorios donde habita la luna,
y arañas de mi propiedad, y destrucciones que me son queridas,
adoro mi propio ser perdido, mi substancia imperfecta,
mi golpe de plata y mi pérdida eterna.
Ardió la uva húmeda, y su agua funeral
aún vacila, aún reside,
y el patrimonio estéril, y el domicilio traidor.
Quién hizo ceremonia de cenizas?
Quién amó lo perdido, quién protegió lo último?
El hueso del padre, la madera del buque muerto,
y su propio final, su misma huida,
su fuerza triste, su dios miserable?

Acecho, pues, lo inanimado y lo doliente,
y el testimonio extraño que sostengo,
con eficiencia cruel y escrito en cenizas,
es la forma de olvido que prefiero,
el nombre que doy a la tierra, el valor de mis sueños,
la cantidad interminable que divido
con mis ojos de invierno, durando cada día de este mundo.

/Pablo Neruda/Residencia en la Tierra/

lunes, 14 de septiembre de 2009

Si has perdido tu nombre,
recobraremos la puntada de las calles
más solas
para llamarte sin nombrarte.

Si has perdido tu casa,
despistaremos a los guardianes de la
cárcel
hasta dejarlos con su sombra y sin sus
muros.

Si has perdido el amor,
publicaremos un gran bando de palomas
desnudas
para atrasar la vida y darte tiempo.

Si has perdido tus límites,
recorreremos el cruento laberinto
hasta alzar otra forma desde el fondo.

Si has perdido tus ecos o tu origen,
los buscaremos, pero hacia adelante,
en el templo final de los orígenes.

Solamente si has perdido tu pérdida,
cortaremos el hilo
para empezar de nuevo.

/Roberto Juarroz/

domingo, 13 de septiembre de 2009

Confianza en el anteojo, no en el ojo;
en la escalera, nunca en el peldaño;
en el ala, no en el ave
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Confianza en la maldad, no en el malvado;
en el vaso, mas nunca en el licor;
en el cadáver, no en el hombre
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Confianza en muchos, pero ya no en uno;
en el cauce, jamás en la corriente;
en los calzones, no en las piernas
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Confianza en la ventana, no en la puerta;
en la madre, mas no en los nueve meses;
en el destino, no en el dado de oro,
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

/César Vallejo/Poemas Humanos/

sábado, 12 de septiembre de 2009

la canción del espejo

Piensa que no soy tú, así que no me pienses.
Mira para otro lado
mira el mar, mira dentro.
No me mires. Piensa que no es verdad
piensa que en el fondo hay piedras.
Piensa en las piedras: ese es un buen pensamiento, sólido, estable.
En las piedras que parecen deseos, en las piedras del tiempo que parecen años. Piensa en los años. No mires al espejo.
Este no soy yo. Es tu recuerdo. Es la melodía,
la música de la imagen que se te parece. No soy yo.
No eres tú.
No es nadie.
Piensa en el agua del mar, en su movimiento, en su peso.
Piensa en el agua y no en mí, piensa en el pensamiento que viene y va, como un espejo.
Pero no pienses en el espejo, rompe el espejo
de una pedrada, piensa en el alma dura de las piedras
en las piedras: ellas sí que te hacen falta
con su firmeza, con su alegre peso
misteriosas y serias: en las piedras.
Si el espejo se rompe no soy yo, no eres tú
no es nadie, es la fuerza
del recuerdo que se ahoga en el espejo, en el agua
seca del espejo, la fuerza sin fuerza, la luz que se apaga
el espejo quebrado y yo, mi inocencia
que te dice:
piensa que no soy tú, no me pienses.

Rafael Courtoisie/ Música para sordos/

viernes, 11 de septiembre de 2009

En a Plaza

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.

Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.

Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.

Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,

no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

Vicente Aleixandre/Historia del corazón/

jueves, 10 de septiembre de 2009

Lluvia

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.

Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

El amor se despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las gotas muertas en los cristales.

Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.

Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.

¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!

¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi pecho con tus sonidos abres.

El canto primitivo que dices al silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando mi corazón desierto
en un negro y profundo pentágrama sin clave.

Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte.

¡Oh lluvia silenciosa que los árboles aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!


/Federico García Lorca/

miércoles, 9 de septiembre de 2009

¡Matemos a los pobres!

Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.

Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.

Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.

A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.

Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?

Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.

Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»

Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.

Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.

De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.

Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»

Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.


/Charles Baudelaire/El Spleen de Parìs/Poema XLIX/

martes, 8 de septiembre de 2009

las naranjas

Putas redondas, pelotas
llenas de hambre sexual, de una luz sometida
sin tiempo, de una vida agridulce
de la pasión idiota
de unos pocos momentos, del amor de un minuto
de la sombra, del sexo de los gajos
de la cáscara.
No se parecen al sol, no son como la luna
se parecen al atardecer, se parecen al viento
cuando sopla sobre las rocas, cuando habla el silencio.
Tienen una virtud: son locas.
La frescura y el dolor se parecen.
Las naranjas dementes no tienen pelo, no tienen voz
no tienen sentimientos.
Las naranjas son frescas, locas y frescas
como el jugo del pensamiento.


/Rafael Courtoisie/ Música para sordos/

lunes, 7 de septiembre de 2009

Thamar y Amnón

Para Alfonso García Valdecasas
La luna gira en el cielo
sobre las tierras sin agua
mientras el verano siembra
rumores de tigre y llama.
Por encima de los techos
nervios de metal sonaban.
Aire rizado venía
con los balidos de lana.
La tierra se ofrece llena
de heridas cicatrizadas,
o estremecida de agudos
cauterios de luces blancas.

Thamar estaba soñando
pájaros en su garganta,
al son de panderos fríos
y cítaras enlunadas.
Su desnudo en el alero,
agudo norte de palma,
pide copos a su vientre
y granizo a sus espaldas.
Thamar estaba cantando
desnuda por la terraza.
Alrededor de sus pies,
cinco palomas heladas.
Amnón delgado y concreto,
en la torre la miraba,
llenas las ingles de espuma
y oscilaciones la barba.
Su desnudo iluminado
se tendía en la terraza,
con un rumor entre dientes
de flecha recién clavada.
Amnón estaba mirando
la luna redonda y baja,
y vio en la luna los pechos
durísimos de su hermana.

Amnón a las tres y media
se tendió sobre la cama.
Toda la alcoba sufría
con sus ojos llenos de alas.
La luz maciza, sepulta
pueblos en la arena parda,
o descubre transitorio
coral de rosas y dalias.
Linfa de pozo oprimida
brota silencio en las jarras.
En el musgo de los troncos
la cobra tendida canta.
Amnón gime por la tela
fresquísima de la cama.
Yedra del escalofrío
cubre su carne quemada.
Thamar entró silenciosa
en la alcoba silenciada,
color de vena y Danubio,
turbia de huellas lejanas.
-Thamar, bórrame los ojos
con tu fija madrugada.
Mis hilos de sangre tejen
volantes sobre tu falda.
-Déjame tranquila, hermano.
Son tus besos en mi espalda
avispas y vientecillos
en doble enjambre de flautas.
-Thamar, en tus pechos altos
hay dos peces que me llaman
y en las yemas de tus dedos
rumor de rosa encerrada.

Los cien caballos del rey
en el patio relinchaban.
Sol en cubos resistía
la delgadez de la parra.
Ya la coge del cabello,
ya la camisa le rasga.
Corales tibios dibujan
arroyos en rubio mapa.

¡Oh, qué gritos se sentían
por encima de las casas!
Qué espesura de puñales
y túnicas desgarradas.
Por las escaleras tristes
esclavos suben y bajan.
Émbolos y muslos juegan
bajo las nubes paradas.
Alrededor de Thamar
gritan vírgenes gitanas
y otras recogen las gotas
de su flor martirizada.
Paños blancos, enrojecen
en las alcobas cerradas.
Rumores de tibia aurora
pámpanos y peces cambian.

Violador enfurecido,
Amnón huye con su jaca.
Negros le dirigen flechas
en los muros y atalayas.
Y cuando los cuatro cascos
eran cuatro resonancias,
David con unas tijeras
cortó las cuerdas del arpa.


/Federico García Lorca/Poema del Cante Jondo/

domingo, 6 de septiembre de 2009

La Explosión

Yo sé que todo esto tiene un nombre: existirse.
El amor no es el estallido, aunque también exactamente
lo sea.
Es como una explosión que durase toda la vida.
Que arranca en el rompimiento que es conocerse y que
se abre, se abre,
se colorea como una ráfaga repentina que, trasladada en
el tiempo,
se alza, se alza y se corona en el transcurrir de la vida,
haciendo que una tarde sea la existencia toda, mejor dicho,
que toda la existencia sea como una gran tarde,
como una gran tarde toda del amor, donde toda
la luz se diría repentina, repentina en la vida entera,
hasta colmarse en el fin, hasta cumplirse y coronarse en
la altura
y allí dar la luz completa, la que se despliega y traslada
como una gran onda, como una gran luz en que los dos
nos reconociéramos.

Toda la minuciosidad del alma la hemos recorrido.
Sí, somos los amantes que nos quisiéramos una tarde,
La hemos recorrido, esa alma, minuciosamente, cada día
sorprendiéndonos con un espacio más.
Lo mismo que los enamorados de una tarde, tendidos,
revelados, van recorriendo su cuerpo luminoso, y se
absorven,
y en una tarde son y toda la luz se da y estalla, y se hace,
y ha sido una tarde sola del amor, infinita,
y luego en la oscuridad se pierden y nunca ya se verán,
porque nunca se reconocerían...

Pero esto es una gran tarde que durase toda la vida.
Como tendidos,
nos existimos, amor mío, y tu alma,
trasladada a la dimensión de la vida, es como un gran cuerpo
que en una tarde infinita yo fuera reconociendo.
Toda la tarde entera del vivir te he querido.
Y ahora lo que allí cae no es el poniente, es sólo
la vida toda lo que allí cae; y el ocaso
no es: es el vivir mismo el que termina,
y te quiero. Te quiero y esta tarde se acaba,
tarde dulce, existida, en que nos hemos ido queriendo.
Vida que toda entera como una tarde ha durado.
Años como una hora en que he recorrido tu alma,
descubriéndola despacio, como minuto a minuto.
Porque lo que allí está acabando, quizá, sí, sea la vida.
Pero ahora aquí el estallido que empezó se corona
y en el colmo, en los brillos, toda estás descubierta,
y fue una tarde, un rompiente, y el cenit y las luces
en alto ahora se abren del todo, y aquí estás: ¡nos tenemos!

/Vicente Aleixandre/

sábado, 5 de septiembre de 2009

una copa de vino

El vino es una flor de un solo pétalo de vidrio.
Entre los tantos seres que pueblan el mundo debido a su leve violencia, el vino es el de más firme delicadeza.
En el oscuro y claro reino de los líquidos, cuya soberanía comprende desde los almíbares hasta los venenos, el vino ocupa un lugar de misterio. La fuerza y somnolencia de las propiedades que lo defiden hacen que se parezca a la sangre humana.
Está vivo, sí, pero es lento.
Le cuesta un poco fluir, Es hosco, vago y espeso. Avanza paso a paso entre las nubes de piedra que van desde los labios al borde del vaso, y del vaso al filo de las estrellas.
Va sin pensar, dentro de sí, en medio del sentido líquido de su cuerpo, como si le pesara la flojedad del sueño. Por lo común es rojo, de tono rubí, sereno, o francamente tinto.
A veces aguachento, como con gotas de agua lustral venidas de lejos.
En ocasiones, debido a la opalina propia de las cáscara de la cepa, al fermentar transparenta, dando la idea y la palidez de una leucemia.
En el extendido reino de los líquidos se hallan junto a él el sudor, la saliva y el semen. También el agua de mar, las lágrimas de llanto y las de la menstruación, los humores segregados por los racimos del páncreas y los propios del hígado en su seno.
Pero el vino es el que más sobresale, el que más canta.
La pureza de su sonido y la razón proveniente de la oscuridad hacen su fuerza más verdadera.
Pero más obstinado y persistente aún que el vino es su silencio, el rastro de humedad que deja en las copas al abandonarlas, al ser bebido.
Al colmar una copa se alcanza la verdad, y al vaciarla se llena de violencia.
Entonces en el espacio queda una pregunta.
Y fuera del espacio el vino sin respuesta.

/Rafael Courtoisie/Música para sordos/

viernes, 4 de septiembre de 2009

Mano Entregada

Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.

Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente entreabierta,
por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce;
por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias,
para rodar por ellas en tu escondida sangre,
como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente oscura te besara
por dentro, recorriendo despacio como sonido puro
ese cuerpo, que ahora resuena mío, mío poblado de mis voces profundas,
oh resonado cuerpo de mi amor, oh poseído cuerpo, oh cuerpo
sólo sonido de mi voz poseyéndole.

Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa
mi amor –el nunca incandescente hueso del hombre-.
Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,
mientras tu carne entera llega un instante lúcido
en que total flamea, por virtud de ese lento contacto de tu mano,
de tu porosa mano suavísima que gime,
tu delicada mano silente, por donde entro
despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,
hasta tus venas hondas totales donde bogo,
donde te pueblo y canto completo entre tu carne.


/Vicente Aleixandre/Historia del Corazón/

jueves, 3 de septiembre de 2009

Comemos Sombra

Todo tú, fuerza desconocida que jamás te explicas.
Fuerza que a veces tentamos por un cabo del amor.
Allí tocamos un nudo. Tanto así es tentar un cuerpo,
un alma, y rodearla y decir: "Aquí está."
Y repasamos despaciosamente,
morosamente, complacidamente, los accidentes de una
verdad que únicamente por ellos se nos denuncia.
Y aquí está la cabeza, y aquí el pecho, y aquí el talle
y su huida,
y el engolfamiento repentino y la fuga, las dos largas
piernas dulces que parecen infinitamente fluir, acabarse.
Y estrechamos un momento el bulto vivo.
Y hemos reconocido entonces la verdad e nuestros
brazos, el cuerpo querido, el alma escuchada,
el alma avariciosamente aspirada.

¿Dónde entonces la fuerza del amor? ¿Dónde la réplica
que nos diese un Dios respondiente,
un Dios que no se nos negase y que no se limitase a
arrojarnos un cuerpo, un alma que por él nos acallase?
Lo mismo que un perro con el mendrugo en la boca calla
y se obstina,
así nosotros, encarnizados con el duro resplandor, absorbidos,
estrechamos aquello que una mano arrojara.
Pero ¿dónde tú, mano sola que haría
el don supremo de suavidad con tu piel infinita,
con tu sola verdad, única caricia que, en el jadeo, sin
términos nos callase?

Alzamos unos ojos casi moribundos. Mendrugos,
panes, azotes, cólera, vida, muerte:
todo lo derramas como una compasión que nos dieras,
como una sombra que nos lanzaras, y entre los dientes
nos brilla
un eco de un resplandor, el eco de un eco de un eco
del resplandor,
y comemos.
Comemos sombra, y devoramos el sueño o su sombra, y
callamos.
Y hasta admiramos: cantamos. El amor es su nombre.

Pero luego los grandes ojos húmedos se levantan. La mano
no está. Ni el roce
de una veste se escucha.
Sólo el largo gemido, o el silencio apresado.
El silencio que sólo nos acompaña
cuando, en los dientes la sombra desvanecida,
famélicamente de nuevo echamos a andar.

/Vicente Aleixandre/ Historia del corazón/

miércoles, 2 de septiembre de 2009

a la hora de cenar

En el cuchillo hay energía viril, erecta, y en el tenedor silencio absoluto.
El tridente con un diente extra, el tenedor laborioso dialoga sin palabras con el sonido del cuchillo, lo espera, aguarda que corte y lo corrige.
Más tarde, lleno de oscuras verdades, llega a la boca.

El cuchillo corta y el tenedor resiste.
El cuchillo separa y el tenedor transporta.
El cuchillo se hunde y el tenedor emerge.
El cuchillo descuartiza y el tenedor alcanza.
El cuchillo grita y el tenedor solloza.
El cuchillo penetra y el tenedor planea.


El cuchillo es arma y el tenedor inocencia.

Son dos palabras de metal, pero distintas:
una seca y violenta, otra en silencio.
Son dos palabras de metal, pero una asesina.
El tenedor murmura mientras aúlla el cuchillo.
El cuchillo es lobo y el tenedor cordero.
¿Qué existe en el cuchillo, que da tanto miedo?
¿Qué emana de su presencia, del filo de sus ideas?
¿En qué consiste el cuchillo sumido
en el tiempo de su instrumento?
¿Y qué representa el tenedor que no cesa?

Ambos son herramientas del mismo metal
pero el cuchillo parece más fiero
en cambio el tenedor se muestra casi dormido, recién
despierto
más dulce y suave en la carne misteriosa del metal
más comedido y terso.

El cuchillo no duerme.

En la vida esas dos palabras, tenedor y cuchillo
cuchillo y tenedor
se encuentran
no terminan de separarse:
se buscan, se olfatean, se quieren
se odian
rozan, palpan y friegan sus pieles
de metal artístico, macho y hembra.

La lechuga moribunda yace, cercenada
la carne sangrienta en el plato.


/Rafael Courtoisie/ Música para sordos/

martes, 1 de septiembre de 2009

Significación de la locura en la historia de la humanidad

Si a pesar del formidable yugo de la moral de las costumbres, bajo el cual han vivido todas las sociedades humanas; si durante millares de años antes de nuestra era, y después en el curso de ella hasta los días actuales (y no se olvide que habitamos un mundo pequeño excepcional, y en cierto sentido, la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes y los instintos de oposición han renacido siempre, fue porque se hallaban bajo la égida de un salvoconducto terrible. Casi siempre ha sido la locura quien ha abierto camino a las nuevas ideas, quien ha roto el vallador de una costumbre o de una superstición venerada. ¿Comprendéis por qué fue necesario el concurso de la locura? ¿Por qué fue necesario algo que fuese tan aterrador y tan indefinible, en la voz y en los gestos, como los caprichos demoníacos de la tempestad y del mar; algo que fuera a la vez digno de temor y de respeto; algo que llevase, cual las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, el sello visible de una manifestación absolutamente involuntaria; algo que parece imprimir al enajenado el sello de una divinidad, de la que él parece ser la máscara y el portavoz; algo que inspirase hasta al mismo promovedor de la idea nueva, veneración y temor de sí mismo en vez de remordimientos y le impulsara a ser el profeta y el mártir de aquella idea? Aunque ahora se nos dice a cada paso que el genio tiene algo de locura, los hombres de antaño estaban mucho más inclinados a la idea de que ne la locura hay un principio de genio y de sabiduría, algo divino, como se decía al oído. A veces se expresó esta idea bien claramente. "La locura locura ha derramado los mayores beneficios sobre la Grecia", decía Platón con toda la humanidad antigua. Avancemos un paso más, y veremos que todos los hombres superiores, impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, cuando no estaban verdaderamente locos, no tuvieron más remedio que tornarse tales o firgir la locura.

Lo mismo les ha ocurrido a los innovadores en todas las esferas, y no tan sólo a los de las instituciones sacerdotales y políticas. Los mismo innovadores de la métrica poética se vieron obligados a acreditarse por medio de la locura. Hasta en épocas muy equilibradas, la locura se les ha dejado a los poetas como por una especie de convenio, y Solón se valió de ella cuando inflamó a los atenienses para conquistar a Salamina. "¿Cómo se vuelve uno loco cuando no lo es ni tiene el valor de fingirlo?" Casi todos los hombres eminentes de la civilización antigua se han hecho esta pregunta; y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y de reglas para conseguir este fin, al par que se conservaba la convicción de la inocencia y hasta de la santidad de semejante intención o de semejante ensueño. Las fórmulas para llegar aser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media, adivino o taumaturgo en otros pueblos, son las mismas en cuanto los preceptos generales: ayuno continuo, abstinencia sexual constante, retirada al desierto o a una montaña o a lo alto de una columna, o bien permanecer "junto a un viejo sauce a orillas de un lago", y sobre todo esto, el precepto de no pensar más que en lo que puede producir el arrobamiento y la perturbación del espíritu. ¿Quién osaría echar una mirada al infierno de las angustias morales, las más amargas y las más inútiles, en que probablemente se consumieron los hombres más fecundo de todas las épocas? ¿Quién se atreverá a escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados? "¡Dios mío, otorgadme la locura, para que acabe por creer en mí mismo! ¡Dadme delirios y convulsiones, horas de lucidez y de obscuridad repentinas; aterrorizadme con escalofríos y ardores como ningún mortal los experimentó; rodeadme de estruendos y fantasmas; dejadme aullar y gemir y arrastrarme como una bestia, con tal de uq ealcance la fe en mí mismo! Me devora la duda; he matado la ley, y la ley me inspira el horror que a los vivos un cadáver; si no logro elevarme por encima de la ley, seré el mayor réprobo de los réprobos. El espíritu nuevo que late en mí, ¿de dónde viene si no de vos? Probadme que os pertenezco, potencias divinas. Sólo la locura puede demostrármelo." Este fervor alcanza con mucha frecuencia la meta deseada. En la época en que el cristianismo dió las mayores pruebas de su fecundidad multiplicando los santos y los anacoretas, había en Jerusalén grandes hospicios de locos para los santos náufragos, para los que habían sacrificado el último vestigio de la razón.

/Friedrich Nietzsche/ Aforismo 14/Aurora