domingo, 1 de noviembre de 2009

Orfeo, Eurídice, Hermes

Era la extraña mina de las almas.
Igual que silenciosos minerales de plata, iban
como venas por la oscuridad. Entre raíces
brotaba la sangre, que parte hacia los hombres,
y parecía pesada como pórfido, en la oscuridad.
Por lo demás no había nada rojo.

Había allí rocas,
e inmateriales bosques. Puentes sobre el vacío
y aquel estanque grande, gris y ciego
que colgaba sobre su lejano fondo
como cielo lluvioso sobre un paisaje.
Y entre praderas, suaves y llenas de indulgencia,
apareció la pálida franja del único camino,
como una larga palidez tendido.

Y por este único camino venían.

Delante, el hombre esbelto en manto azul,
de mirada impaciente y muda.
Sin masticar, su paso devoraba el camino
a grandes bocados; sus manos colgaban
pesadas y cerradas, fuera de la caída de los pliegues
y ya no sabían nada de la ligera lira
que estaba enclavada en la izquierda
como tallos de rosa en la rama de olivo.
Y sus sentidos estaban como divididos:
mientras su mirada iba delante, como un perro,
se volvía, venía y siempre volvía a estar
lejana y esperando en la próxima curva,
su oído se quedaba atrás, como un olor.
A veces le parecía como si llegara su oído
hasta el andar de aquellos dos
que habían de seguirle en toda esta subida.
Luego, otra vez, era sólo el eco de su subir
y el aire de su manto lo que estaba tras él.
Pero él se decía que sí vendrían;
lo dijo en alta voz y oyó su propio eco.
Que sí vendrían, sólo que eran dos
que andaban de forma terriblemente silenciosa. Si pudiera
volverse una vez (si el mirar hacia atrás
no fuera la descomposición de toda esta obra
que aún estaba por cumplirse) tendría que verlos,
a los dos silenciosos que le siguen, callados:

el dios del caminar y del lejano mensaje,
con el casquete de viaje sobre los ojos claros,
llevando el esbelto bastón ante el cuerpo
y batiendo las alas de los tobillos;
y, entregada a su mano izquierda, ella.

La tan amada, que de una lira
hizo brotar más quejas que nunca de plañideras;
que hizo formarse un mundo de quejas, en que todo
volvía a estar de nuevo: bosque y valle
y camino y aldea, campo y río y animal;
y en torno de ese mundo de queja, igual que
en torno de la otra tierra, marchaba
un sol y un silencioso cielo estrellado,
un cielo de queja con estrellas desfiguradas...
Esta, tan amada.

Ella, sin embargo, iba de la mano de aquel dios,
el paso limitado por las largas vendas del sudario,
insegura, suave y sin impaciencia.
Estaba en sí, como una en estado de buena esperanza,
y no pensaba en el hombre que iba delante
ni en el camino que ascendía hacia la vida.
Estaba en sí. Y su haber muerto
la llenaba como una plenitud.

Como un fruto de dulzura y oscuridad,
así estaba ella llena de su gran muerte,
que era tan nueva que ella nada comprendía.

Estaba en una nueva virginidad
e intocable; su sexo estaba cerrado
como una joven flor al caer de la tarde,
y sus manos estaban ya tan desacostumbradas
de la unión corporal, que hasta el contacto
infinitamente suave del dios, al guiarla,
la ofendía como un exceso de familiaridad.

Ya no era aquella mujer rubia
que a veces resonaba en los cantos del poeta;
ya no la isla y el aroma de la ancha cama,
ni ya la propiedad de aquel hombre.

Ya estaba suelta como pelo largo
y entregada cual lluvia que ha caído
y repartida como acopio céntuple.

Era ya raíz.

Y cuando de repente, brusco,
el dios se detuvo y, con dolor en la exclamación,
dijo las palabras: "Se ha dado la vuelta"...,
ella no entendió nada y dijo, suave: ¿Quién?

Pero lejos, oscuro ante la salida clara,
había alguien, uno cualquiera, cuyo rostro
no podía reconocerse. Estaba allí y veía
cómo, en la raya de un sendero en el prado,
con mirada llena de tristeza, el dios del mensaje
se volvía callado, para seguir a la figura
que ya retrocedía por este mismo camino,
el paso limitado por las largas vendas del sudario,
insegura, suave y sin impaciencia.

/Rainer Maria Rilke/ Nuevos Poemas/

No hay comentarios: